Foster & Galiano
Diálogo
Madrid, España
Al cumplir 80 años en junio, Norman Foster conversa con Luis Fernández-Galiano y repasa las claves de su carrera profesional en la sede de su fundación en Madrid, en la calle Monte Esquinza.

Imagen número 75 de Foster & Galiano
© Miguel Fernández-Galiano

Luis Fernández-Galiano (LFG): Todo el mundo sabe de tu amor por el vuelo, pero me pregunto cómo ha influido en tu arquitectura. Cuando cumpliste 75 años, hiciste recuento de todos los modelos de avión que habías pilotado, y eran, exactamente, 75…
Norman Foster (NF): Fue una de esas indagaciones que resultan extraordinarias. Cogí todos mis libros de registro, en los que he ido anotando cada uno de mis vuelos y cada tipo de aparato, y descubrí que había pilotado 75 modelos de avión: ultraligeros, monoplanos acrobáticos, biplanos antiguos, cazas militares y jets privados. Resulta interesante constatar que los pilotos profesionales rara vez traspasan las fronteras entre un tipo de avión y otro. Si el piloto de un avión ligero tuviera que aterrizar sin motor en el campo, habría que alertar con llamadas de mayday a los servicios de emergencia. Sin embargo, para un piloto de planeador se trata de algo normal cuando se queda sin fuerza de sustentación en un vuelo de larga distancia.

De igual manera, por norma general, los mundos del ala fija y del helicóptero están bastante separados desde el momento en que las destrezas que exigen son diferentes, aunque el entorno de vuelo sea el mismo. He tenido la suerte de poder disfrutar de experiencias de vuelo transversales, y de haber podido volar en muchos tipos de aviones, desde Spitfires hasta planeadores de competición. Se me ocurre que hay paralelos en mi actitud hacia la arquitectura. Semejanzas en el sentido de que, sea por interés o pasión, muchos arquitectos e ingenieros, como los pilotos, tienden a especializarse en sus campos. Ahora me doy cuenta de que en la arquitectura, como en la aviación, he traspasado las fronteras convencionales. Como diseñador me emocionan igualmente los retos de la gran arquitectura pública y la construcción de bajo coste para un sector amplio de la población. Las infraestructuras me inspiran también en la misma medida que los edificios o incluso el mobiliario. Así que, para mí, el vuelo y el diseño son, ambos, quehaceres universales.   
 

Imagen número 77 de Foster & Galiano
© Miguel Fernández-Galiano

LFG: Que pilotar sea tan importante para ti significa quizá que abordas cada disciplina con un sentimiento que es a la vez de descubrimiento y de riesgo...
NF: Sí, pienso que la misma curiosidad que me lleva a explorar experiencias diversas, sea la aviación, el ciclismo o el esquí de fondo, y mi fascinación por el maratón —la competición de maratón de esquí de fondo, el maratón ciclista con los colegas—, quizá se reflejan en mis edificios, que también concibo como experiencias maratonianas. El recorrido del Yacht Club de Mónaco fue de doce años, y lo mismo cabe decir del Carré d’Art en Nimes. ¿Cómo dirigir un equipo para mantenerlo fresco a lo largo de un periodo de tiempo tan largo y sin perder por el camino el argumento del proyecto? Con algunos proyectos tienes que mantenerte concentrado y agudo, marcándote el ritmo durante un periodo largo de tiempo, como en el maratón. Por supuesto, puede ocurrir lo contrario, como en esos megaproyectos que se levantan sorprendentemente rápido, como el aeropuerto de Pekín, que es el más grande del mundo y que construyeron 50.000 personas en sólo cinco años, o el aeropuerto de Hong Kong, que implicó mover montañas y ganar tierra al océano. Pero, por cada uno de estos episodios heroicos, hay un conjunto de proyectos honrosos que son más pequeños, que no son objeto de titulares, pero que son igualmente importantes. En este sentido, me viene a la memoria la tradición anónima de la arquitectura. Bernard Rudofsky la reivindicó en su libro Arquitectura sin arquitectos, que en los años 1960 hizo las veces de catálogo para la exposición homónima en el MoMA, donde dio cuenta de los edificios llamados vernáculos, que antes de la época de la energía barata habían dado respuestas elegantes e ingeniosas a los climas locales. Estos iban desde las benignas regiones mediterráneas hasta los extremos del calor del desierto o del intenso frío de las zonas polares o alpinas. Los edificios resultantes estaban construidos con los materiales disponibles y siempre mantenían la armonía con el paisaje. No se pueden atribuir autores a este inmenso conjunto de obras vernáculas que abarca todos los continentes, y que no se considera arquitectura en el sentido tradicional del término por la mayor parte de los que escriben sobre el asunto. Sin embargo, para mí, incluso cuando era estudiante, han sido unos modelos importantes e inspiradores. Por ejemplo, nuestro proyecto de ‘cero emisiones’ y ‘cero residuos’ en Masdar no hubiera sido factible sin la aplicación de las lecciones intemporales que aprendimos de las construcciones tradicionales del desierto, que se remontan a varios siglos atrás. Obras como nuestro sistema de escuelas en Sierra Leona o la bodega para Château Margaux son adecuadamente locales en su respuesta y en su modo de volver a lo esencial. Quizá está en la naturaleza de los medios de comunicación —como creo que está en la de todos nosotros— el dejarnos llevar por lo más grande, lo más largo y lo más alto, y conmovernos por la dimensión épica de las cosas. Pero esto no debe restar importancia a los edificios más pequeños.  
 

LFG: Sin embargo, proyectos como Trafalgar Square han merecido atención pública, pero son muy silenciosos.
NF: Sí, a menudo me preguntan cuáles de mis edificios en Londres son más importantes. Casi de manera refleja, digo que Trafalgar Square y el Millenium Bridge pues, debido a su importancia para la comunidad —sea para los locales o los visitantes— y para Londres, creo que han tenido mucho más impacto social que cualquier edificio. Esto no significa subestimar el British Museum o muchos otros de nuestros proyectos, pero señala la importancia de la infraestructura del espacio público, de las rutas y las conexiones. Cuando me mueva por Madrid en las próximas veinticuatro horas, la impresión más duradera que me llevaré será la de sus espacios públicos. Por supuesto, me acordaré de este edificio y de mi apartamento. Pero el panorama general será el de las infraestructuras de Madrid: sus espacios, rutas y conexiones, el trayecto desde el aeropuerto, el paseo a pie hasta el restaurante...
 

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LFG: Una vez afirmaste que te habían influido muchos edificios, pero ninguno tanto como las bibliotecas.
NF: Los libros han sido también una de las influencias más poderosas en mi vida. Diría incluso que, sin libros y sin el acceso a una biblioteca pública, no estaríamos conversando hoy. Podría haber terminado como un oficinista o un obrero en algún lugar del norte de Inglaterra; desde luego, no como arquitecto. Hay todo tipo de vínculos interesantes entre el pasado y el presente. En la época en que ganamos el concurso para la Biblioteca pública de Nueva York, decidí volver a visitar la biblioteca local de mi juventud, en un oscuro rincón de un suburbio industrial de Manchester, y descubrí en una placa conmemorativa que el edificio había sido posible gracias al mismo mecenas que había fundado el sistema de bibliotecas públicas de Nueva York. Cuando era joven en Manchester descubrí en las estanterías de aquella biblioteca libros como Hacia una arquitectura, de Le Corbusier. Me inspiró la contraposición entre el hidroavión Caproni y la Acrópolis. En este sentido, Le Corbusier es como un alma gemela para mí, no sólo por edificios tan hermosos como la capilla en Ronchamp o la Unité de Marsella, sino también por su fascinación por el vuelo y las máquinas. La manera en que trazaba paralelismos entre esas máquinas voladoras y la arquitectura disparó mi imaginación cuando era joven.
Mientras paseamos por los espacios de esta fundación y miramos

las maquetas y los dibujos de proyectos y edificios, puedo empezar a hacer conexiones visuales entre el vuelo y la arquitectura, aunque sean indirectas e inconscientes. Por ejemplo, el mobiliario en el que trabajé durante la época del diseño de nuestro módulo lunar toca el terreno con tal ligereza que parece flotar sobre él. 
LFG: Y este resultado a veces se expresa a través de dibujos. Para ti, dibujar es muy importante; es incluso una manera de pensar. 
NF: Dibujo con propósitos diferentes. Está el diálogo personal para explorar en el papel una idea que existe en mi cabeza a través de un intercambio con los demás. A menudo, dibujo al mismo tiempo que hablo, como en una presentación o conferencia. También dibujo para dar alternativas a las propuestas de diseño de mis colegas. Otras veces, lo hago con diagramas que comunican las ideas generadoras del proyecto, en una suerte de validación del mismo. El lápiz o la pluma, como el ordenador, son herramientas. Mi obsesión con el dibujo no niega en ningún caso la importancia que, en paralelo, tiene el ordenador. Pero, como el lápiz, el ordenador es una herramienta (aunque maravillosamente sofisticada) que es buena sólo en la medida en que lo sea la persona que trabaja con ella. Luego están los croquis con anotaciones, que combinan lo mejor de las imágenes y las palabras, un formato al que recurro constantemente. 
 

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© Miguel Fernández-Galiano

LFG: Así que, para ti, dibujar es como respirar.
NF: Desde que tengo memoria he estado dibujando, y esta fue una de las razones por las que quise ser arquitecto. Estaba dispuesto a pagar por tener el privilegio de estudiar, de trabajar para poder pagar las matrículas y mantenerme a mí mismo. Para mí, hacer arquitectura sigue siendo un puro lujo. Lo malo es que, con el gran tamaño de un estudio internacional, surgen muchas otras cosas que hacer. Pero sigo sintiendo el gozo de proyectar. 
LFG: Sé que no quieres hablar ahora sobre tu legado, algo que le dejas a los historiadores, pero desde tu primer proyecto en Manchester has guardado todos tus dibujos y maquetas, así que de algún modo veo que ahí hay un acervo de trabajo que puede ser sustancial e importante para el futuro. 

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NF: Este material, que es orgánico y está en expansión, abarca muchos temas paralelos. Uno de ellos es la nobleza de hacer cosas, el orgullo de construir, y no sólo edificios. Esta tradición no es un tema de moda en nuestra era digital, pero incluso en un mundo entregado a lo virtual hay una necesidad creciente de ciudades, edificios y del movimiento de la gente entre ellos mediante coches, aviones y trenes. 
La búsqueda de la calidad es un recordatorio de esa tradición, no sólo de la fabricación en sí misma, sino de la concepción inicial de un objeto y de su reconocimiento posterior. Para explicar la importancia que tiene un enfoque personal del diseño, suelo repetir el lema de que «la calidad es una actitud mental». En la creación de un edificio hay tres recursos fundamentales: el dinero, el tiempo y la energía creativa. Pero es siempre el elemento creativo el que determina la calidad del producto final, no la cantidad de dinero o tiempo empleados. Algunos de los mejores edificios que hay en el mundo se han construido en un tiempo récord, y a menudo con presupuestos muy reducidos. Algunos de los peores se han eternizado y han costado una fortuna. Esto no significa, por supuesto, negar la sabiduría que hay en invertir en materiales más duraderos y en habilidades artesanales. Pagar más para hacerlo bien de una vez en lugar de tener que rechazarlo y probar de nuevo (y a veces, más de una vez) resulta, al final, más económico. Ocurre lo mismo en la aviación, donde «el precio de la seguridad es la vigilancia constante», y nada puede darse por sentado, todo debe cuestionarse. Hay un vínculo directo entre poner en cuestión las cosas e innovar. Así que, para mí, los proyectos más interesantes son aquellos en los que nos hemos enfrentado  a los prejuicios. Por ejemplo, antes de nuestro Banco de Hong Kong, todos los rascacielos consistían en un anillo de espacio útil en torno a un núcleo central macizo. Puse esta convención en cuestión, y el resultado fue reinventar el edificio en altura, rompiendo el núcleo y desplazando los fragmentos a los bordes de un espacio diáfano, desde el cual se podía mirar en todas las direcciones. Esto permitió crear un lugar mucho mejor para trabajar, haciéndolo más estimulante para los usuarios del edificio. 
El proyecto de Hong Kong surgió en la misma década, la de los años 1970, que nuestro edificio para Willis Faber en Ipswich. Las innovaciones de este último edificio lo hicieron socialmente más adecuado, y le dieron la flexibilidad para integrar la nueva tecnología digital sin tener que recurrir a un nuevo programa. 
La historia de Stansted, el tercer aeropuerto de Londres, es también una historia de innovación o reinvención. Buscando una nueva generación de terminales aeroportuarias, le dimos literalmente la vuelta al modelo tradicional para crear una alternativa radical que, desde entonces, se ha convertido en norma para otros diseñadores de aeropuertos a lo largo y ancho del mundo. Este modelo aspira a devolver al usuario el placer y el atractivo del viaje en avión, además de mejorar su eficacia operativa.
Podría darte otros ejemplos de nuestros trabajos que han sido revolucionarios, aunque, en realidad, la mayor parte de nuestros proyectos merezcan el nombre de evolutivos. En otras palabras, son proyectos construidos sobre otros previos y pioneros, o desarrollos adicionales de modelos preexistentes. A una escala épica, el aeropuerto de Pekín es un buen ejemplo de ello, pues fue posible sobre la base de Stansted y los logros intermedios del aeropuerto Chep Lap Kok de Hong Kong. 
En respuesta a tu pregunta, también podría mostrar los vínculos entre los intereses de mi época de estudiante respecto a las tradiciones anónimas de la arquitectura y nuestras obras más recientes, en lugares tan alejados como los viñedos de Burdeos, el desierto de Arabia, África e incluso el espacio exterior. Todos estos ejemplos buscan mejorar las condiciones del hoy, pero yendo más allá de las fronteras de lo convencional o lo posible, para servir a las necesidades del mañana. ¿No es acaso este un logro significativo?

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© Miguel Fernández-Galiano

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